No es raro escuchar a nuestro alrededor a personas disconformes con su imagen corporal: "me gustaría no tener pelo aquí", "si mis caderas fueran más estrechas, estaría mejor", "no tengo las cejas simétricas", "si tuviera más hombro, las camisetas me quedaría bien".
Ahora bien, ¿qué entendemos por imagen corporal? Si bien puede ser una definición algo compleja, se podría definir como aquella representación interna del propio cuerpo (de su totalidad, sus partes, su movimiento, límites de este) y los pensamientos, emociones y conductas que la persona hace y experimenta hacia él.
Teniendo esto en cuenta, ¿cómo una persona llega a realizar valoraciones negativas sobre su físico? No se trata de un proceso que ocurra de un día para otro, sino de una historia de situaciones y aprendizajes que tienen como resultado la aparición de estos pensamientos. Dentro de estas variables encontramos la socialización, puesto que, a través de ella, se aprenden los cánones de belleza. En medios de comunicación, la cultura, redes sociales, se ven reforzados cuerpos delgados a través de su visibilización en anuncios de televisión, de “likes” en Instagram, de seguidores en TikTok… Asimismo, el papel de las familias y las amistades juegan un papel crucial, en el que se proporcionan distintos halagos hacia ciertos aspectos físicos, o por el contrario críticas y/o burlas hacia otros distintos (p. ej., “¡qué bien te queda el pelo largo y liso!”; “¡Uy…! Vaya barriguita estás echando, ¿no?”).
Estos aprendizajes pueden materializarse en el día a día en conductas que ayudan a mantener este malestar: atención selectiva hacia las partes que son fuentes de preocupación (p. ej., fijarme siempre en mis brazos que no me gustan y no prestar atención a mis manos que sí me gustan), evitación de situaciones en las que se anticipa malestar por exponer el propio cuerpo (p. ej., no salir de fiesta en verano por miedo a que los demás vean los brazos al descubierto) y rituales de comprobación a través de los cuales se pretende aliviar el malestar (p. ej., preguntar a mis amigas cómo se ven mis brazos, si están bien y si se ven bonitos con esta ropa).
A la vista de ello, parece que se le da una gran importancia al valor estético del cuerpo, dejando de lado el “para qué sirve” este. Así, exponerse a la propia imagen a través de verbalizaciones negativas relacionadas con el valor estético del cuerpo favorecerá que cada vez se experimente mayor malestar hacia aquellas partes con las que pudiéramos no estar conformes (p. ej., si yo al mirar mis brazos en el espejo me digo a mi mismo/a que dan asco o que son horribles, acabaré asociándolos a sensaciones desagradables). Sin embargo, el hecho de poder comprender que el cuerpo nos permite vivir una vida y que cada parte tiene una función (p. ej., las piernas nos permiten andar, correr, saltar; los ojos nos permiten ver; las cejas permiten que el sudor no caiga a los ojos etc.), y no tanto dándole ese valor estético, facilitará que podamos exponernos a aquellas situaciones que vayan en línea con nuestros objetivos.
No obstante, esto no hará necesariamente que nos gusten todas y cada una de nuestras partes del cuerpo. Recordemos que la socialización crea un aprendizaje muy consolidado que dicta aquello que debe gustarnos y aquello que no, y este no puede verse transformado de un día para otro. Sin embargo, este no debe ser el objetivo, sino el hecho de poder llevar a cabo aquellos objetivos vitales que nos hayamos planteado sin que el hecho de que cierta parte del cuerpo pueda no gustarnos nos impida llevarlos a cabo (p. ej., si tengo organizado un viaje a la playa con mis amigos/as, poder ir al viaje y disfrutar de su compañía; poder salir de fiesta al cumpleaños de un amigo/a).
Rocío Angulo de la
Iglesia – Terapeuta del CPA
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