Según el Génesis, así condenó Dios a la humanidad: “(…) maldita sea la tierra por tu culpa. Con trabajo sacarás de ella tu alimento todo el tiempo de tu vida. Ella te dará espinas y cardos, y comerás hierba de los campos. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado; porque polvo eres y en polvo te has de convertir.” Así como maldijo: “multiplicaré el dolor de tus preñeces. Con dolor parirás a tus hijos ( …)”
El antiguo testamento lo plasma claramente, el sufrimiento
es una experiencia universal e inevitable para los seres humanos.
Independientemente de la cultura o religión, los hombres nos hemos preguntado
por qué sufrimos y a lo largo de la historia hemos dedicado mucho esfuerzo a
escapar del malestar. Vivir conlleva sufrir de una forma u otra: hambre, frío,
calor, tristeza, ansiedad, miedo, dolor… estas emociones o estados nos resultan
muy desagradables y, aunque consigamos aplacar momentáneamente nuestros malestares,
estos vuelven al cabo del tiempo.
En muchas ocasiones la gente acude a terapia con el objetivo
de ser feliz, de dejar de sufrir, de no sentir más ansiedad, etc., como
esperando una pastilla que les sede indefinidamente de toda emoción
desagradable. Es normal desear algo así, pero muy poco realista y
contraproducente. El sufrimiento tiene una utilidad para las personas, el
hombre sedado difícilmente sería funcional en el mundo actual. Todas esas
emociones tan desagradables están ahí porque han tenido un valor adaptativo
para la especie, es decir, nos han permitido seguir con vida, reproducirnos y
garantizar la continuidad de nuestros descendientes. Tener pavor a las arañas y
serpientes servía para que el hombre prehistórico, de manera natural, evitase
jugar con ellas o comerse una tarántula. La capacidad para asociar las
emociones (por ej., pavor a las arañas) a un contexto (por ej., una cueva) nos
resultó igualmente útil (por ej., la cueva me da pavor, no entro a la cueva, no
me pica ninguna araña).
Pero, ¿qué sentido tiene eso ahora mismo? De la misma manera
que al hombre primitivo una emoción sumamente desagradable le ayudaba a
sobrevivir, nuestras emociones pueden ayudarnos a adaptarnos a los contextos en
los que nos movemos. Experimentar tristeza ante una pérdida nos permite
comunicar una necesidad de afecto a nuestros seres queridos, así como tener
momentos de quietud y reflexión sobre cómo ha cambiado nuestro mundo.
Experimentar ansiedad ante una entrevista de trabajo hace más probable que
intentemos prepararnos una posible presentación personal, buscar información
sobre la empresa, escoger ropa adecuada... Si no nos generase ansiedad la
entrevista de trabajo quizás iríamos sin afeitar, en chándal y recién levantados,
lo que no suele ayudar a conseguir empleo. Tener miedo a la muerte y al dolor
hace que no conduzcamos a 200 km/h, la sensación de soledad nos anima a
relacionarnos, el asco a evitar situaciones contaminantes, etc. Vemos como el
sufrimiento y las emociones desagradables no son malas en sí mismas, son útiles
para nosotros ya que nos ayudan a actuar para nuestro beneficio; ahí radica el
valor del sufrimiento, su por qué.
No obstante, respecto al sufrimiento, se podría aplicar la
máxima heraclítea, “todo según medida”. Al experimentar un malestar
intenso o durante periodos de tiempo muy prolongados, este deja de ser
adaptativo, dificulta que pongamos en marcha nuestras estrategias de solución
de problemas y aumenta la probabilidad de que acabemos abandonando nuestro camino
para relacionarnos de un modo más adecuado con nuestro contexto. Cuando el
sufrimiento hace que nos paralicemos o evitemos realizar cosas importantes para
nosotros por no experimentar malestar es cuando empezamos a tener un problema
con el sufrimiento y es cuando podríamos plantearnos acudir a terapia.
Desde el CPA, podemos ayudarte.
Santiago Martín Asencio – Terapeuta CPA
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